La mochila rosa

04 noviembre, 2013



Un día, cuando regresaba del trabajo, noté un pequeño bulto rosa tirado en el césped a un lado de la escalera de entrada del edificio donde vivía. Al acercarme para ver mejor el objeto, noté que se trataba de una pequeña mochila rosa que seguramente debía pertenecer a una niña. Lo extraño era que en el edificio no había niños, pues la renta era costosa y la portera tenía reglas estrictas acerca del ruido y la limpieza.

Me venció la curiosidad y recogí la mochila, decidí llevarla a mi departamento para poder ver si en su interior había alguna pista que pudiera llevarme a su propietario. En la mochila había tan sólo crayones, lápices y un montón de hojas sueltas. Parecía tratarse de un diario, elaborado con grandes letras y dibujos infantiles. Al mirar los dibujos con detenimiento, me llevé una inquietante sorpresa, pero lo que el texto describía era mucho más perturbador*:

Ickbarr Bigelsteine

Cuando era niño, me aterraba la oscuridad. Aún hoy me provoca escalofríos, pero cuando tenía seis años, no había una sola noche en que no llamara a mis padres llorando, sólo para buscar al monstruo que se ocultaba bajo la cama o dentro del clóset, esperando la ocasión para devorarme.

Incluso con una lámpara de noche, veía formas oscuras moviéndose por las esquinas de la habitación o caras extrañas mirándome desde la ventana. Mis padres hacían lo posible para consolarme, diciéndome que eran sólo pesadillas o efectos raros que producía la luz, pero mi mente infantil creía que en el momento en que me quedara dormido, las cosas malvadas me atraparían.

La mayor parte del tiempo, simplemente me escondía bajo las cobijas y esperaba que el cansancio me venciera. Pero indudablemente perdía el control y corría gritando al cuarto de mis padres, despertando a mis hermanos en el proceso. Después de un episodio de esos, no había manera de que alguien pudiera volver a dormir en toda la noche.

Finalmente, después de una noche particularmente traumatizante, mis padres decidieron que ya habían tenido demasiado. Desafortunadamente para ellos, era inútil discutir con un niño de seis  años y terminaron por entender que no podrían ayudarme a superar mis temores infantiles a través de la razón y la lógica. Por eso tuvieron que manejarlo con astucia.

Mi madre tuvo la idea de confeccionarme un compañero para la hora de dormir.

Ella recolectó todo tipo de retazos de tela y con ayuda de su máquina de coser, creó lo que después llamaríamos Ickbarr Bigelsteine (se pronuncia “ícbar bíguelstain”) o Ick para abreviar. Ick era un monstruo de calcetines, según mi madre, y estaba hecho para mantenerme a salvo mientras dormía, asustando a los otros monstruos.

Honestamente, aún hoy me sigue impresionando el hecho de que mi madre pudiera idear algo tan extraño y darle una apariencia tan inquietante. Ickbarr tenía el aspecto de la mezcla entre un gremlin y Frankenstein, con grandes ojos de botón y orejas de gato caídas. Sus bracitos y piernitas estaban hechos de un par de calcetines con franjas blancas y negras que pertenecieron a mi hermana, y la mitad verde de su cara era en realidad una calceta de soccer de mi hermano. Su cabeza podría describirse como bulbosa, y para hacer su boca, mi madre había cosido un pedazo de tela blanca y sobre él había dibujado un patrón en zigzag, formando una amplia sonrisa con colmillos afilados. Lo amé en cuanto lo vi.