Señor Bocón

15 mayo, 2013


Durante mi infancia, mi familia era como una gota de agua en un río inmenso, nunca permanecía demasiado tiempo en el mismo lugar. Llegamos a Rhode Island cuando tenía ocho años y permanecimos allí hasta que me fui a la universidad en Colorado Springs. La mayoría de mis recuerdos están arraigados en Rhode Island, pero hay algunos fragmentos en el sótano de mi cerebro que pertenecen a los muchos lugares donde vivimos cuando era más pequeño.

Muchos de esos recuerdos son borrosos y disparatados (en uno persigo a otro niño en el jardín de una casa en North Carolina, en otro trato de de construir una balsa para cruzar el arroyo cerca de un apartamento que rentábamos en Pennsylvania, y muchos más). Pero hay uno en especial que permanece tan claro como el agua, como si hubiera sido ayer. A veces pienso que esos recuerdos son simples alucinaciones provocadas por la larga convalecencia que experimenté esa primavera, pero mi corazón sabe que son reales.

Vivíamos en una casa a las afueras de la ajetreada metrópolis de New Vineyard, una ciudad de Maine con una población de 634 habitantes. Era un gran edificio, especialmente para una familia de tres. Hubo algunas habitaciones que nunca llegué a ver durante los cinco meses que vivimos allí. En cierto modo, era un desperdicio de espacio, pero era la única casa disponible de la zona que estaba a menos de una hora de camino del trabajo de mi padre.

Un día antes de mi cumpleaños número cinco (al cual sólo iban a asistir mis padres) caí enfermo de fiebre. El doctor me diagnosticó Mononucleosis, lo cual significaba mucha fiebre y nada de jugar afuera durante al menos tres semanas. Era horrible estar postrado en la cama con mi cuarto vacío y todas mis cosas empacadas en cajas. Estábamos en proceso de mudarnos a Pennsylvania y mis padres habían comenzado a empacar todo. Mi mamá me llevaba Ginger Ale* y varios libros al día, que constituirían mi única forma de entretenimiento durante las siguientes semanas. El aburrimiento estaba a la vuelta de la esquina, esperando asomar su fea cabezota y agravar mi desolación.

No recuerdo exactamente cómo conocí al Señor Bocón. Creo que fue una semana después de haber sido diagnosticado con Mono. Lo primero que recuerdo de la pequeña criatura fue que le pregunté si tenía un nombre. Me dijo que lo llamara Señor Bocón, porque su boca era enorme, de hecho, todo en él era enorme en comparación con su cuerpo (su cabeza, sus ojos y sus torcidas orejas) pero su boca se llevaba el premio.
-Te pareces mucho a un Furby-  le dije mientras él hojeaba uno de mis libros.

El Señor Bocón cerró el libro me miró.  –¿Furby? ¿Qué es un Furby?- me preguntó.
-Ya sabes… el juguete. El robotcito con las orejotas. Puedes acariciarlo y alimentarlo, casi como a una mascota de verdad- le dije alzando los hombros.

-¡Oh!- El Señor Bocón siguió pasando las hojas. –Tú no necesitas uno de esos. No son como tener un amigo de verdad.-

Recuerdo que el Señor Bocón desaparecía cada vez que mi mamá iba a verme. -Me escondo bajo tu cama- me explicó después. –No quiero que tus papás me vean porque tengo miedo de que no nos dejen jugar nunca más.-

No hicimos mucho durante algunos días. El Señor Bocón veía mis libros, fascinado por las historias y las imágenes que contenían. La tercera o cuarta mañana después de conocerlo, me agradeció con una gran sonrisa en su cara. –Tengo un juego nuevo que podemos jugar- dijo –Debemos esperar hasta que tu mamá venga a revisarte y se vaya, porque no puede vernos jugar. Es un juego secreto.-

Una vez que mi mamá dejó más libros y refresco a la hora de siempre, el Señor Bocón se deslizo por debajo de la cama y tomó mi mano. –Tenemos que ir al cuarto que está al final de este pasillo- dijo. Al principio me negué, porque mis padres me habían negado salir de mi habitación sin permiso, pero el Señor Bocón insistió hasta que cedí.

El cuarto en cuestión no tenía muebles ni pintura. La única característica distinguible era una ventana justo frente a la puerta. El Señor Bocón cruzó la habitación y le dio a la venta un fuerte empujón para abrirla. Luego me llamó y me dijo que me asomara para ver el terreno que estaba debajo.

Estábamos en la segunda planta de la casa, pero como ésta estaba construida sobre una colina, desde ese ángulo la caída se veía mucho más pronunciada. –Cuando me paro aquí- explicó el Señor Bocón –me gusta imaginar que hay un gran trampolín bajo la ventana… y salto. Si lo imaginas con todas tus fuerzas puedes rebotar hasta acá y caer como una pluma. Quiero que lo intentes.-

Yo era tan sólo un niño de cinco años con fiebre, así que sólo una pizca de escepticismo cruzó por mi mente cuando miré hacia abajo y consideré la posibilidad. –Está muy alto- le dije.

-Pero esa es la parte divertida. No sería divertido si fuera una caída corta. Para eso podrías brincar en un trampolín común y corriente.-

Jugué con la idea, me vi a mi mismo en caída libre y rebotando hacía la habitación de nuevo a través de la ventana, algo nunca antes visto por el ojo humano. Pero la parte realista (y enferma) de mí prevaleció. –Creo que mejor en otra ocasión- le dije –no sé si pueda imaginarlo con suficiente fuerza, podría lastimarme.-
La cara del Señor Bocón se contorsionó, pero sólo por un momento. La furia dio paso a la decepción –Si tú lo dices- me contestó. Pasó el resto del día bajo mi cama, tan callado como un ratón.

A la mañana siguiente, el Señor Bocón llegó sosteniendo una cajita. –Quiero enseñarte a hacer malabares- dijo –Aquí hay algunas cosas que puedes usar para practicar, antes de que te enseñe cómo hacerlo.-
Eché una mirada a la caja, estaba llena de cuchillos. – ¡Mis padres me matarán!- le dije muy asustado, pues el Señor Bocón había llevado cuchillos a mi habitación (objetos que mis padres nunca me permitirían tocar). – ¡Me van a golpear o peor, a castigar por un año!-

El Señor Bocón frunció el ceño. –Es divertido jugar con ellos, quiero que lo intentes.-

Hice la caja a un lado. –No puedo, me meteré en problemas, los cuchillos no son para lanzarlos al aire.-

El Señor Bocón frunció el ceño tanto como pudo. Tomó la caja de cuchillos y se metió bajo mi cama, quedándose allí el resto del día. Me comenzaba a preguntar cuánto tiempo pasaría debajo de mí.